lunes, 14 de febrero de 2011

Epitafios de una puta.

         Marie Forey se subió a la pequeña tarima para músicos del Salón Azul y pidió a sus amigos que se acercasen, pues había llegado la hora de despedirse. Una treintena de varones, de muchas edades y distintos niveles de deterioro, rodearon a la francesita, los malabaristas entre ellos, no sin cierta reserva. El decano de la orden de templantes pidió la palabra, con una autoritaria sacudida de bastón. Era un viejo tan viejo que ya debía ser muy viejo cuando alquilaba a La Perversa, allá en la mina andina, donde había trabajado durante décadas. Bañado en lágrimas, dijo que todo el oro que ganó lo había derretido en el cubilote de Marie, y de lo único que se arrepentía esa noche era de no haber encontrado un pozo de petróleo para seguir contratándole sus trucos de mujer. “Mi pobreza es hoy mi mayor tesoro, porque sin dinero ni para comprar un ataúd, aún me queda el recuerdo de esta francesa, madre de mis pecados” La Forey descendió de la tarima y, en un gesto que nada tenía que ver con piedad, besó en la boca al viejo, sonoro y tendido. “Antonio, mi cruel Antonio, buscador de tesoros, fuiste un fogoso galán. Te disfruté mucho, de veras te disfruté mucho. Lastima que llevaras tan largas y duras las uñas de los pies.” A partir de esta confesión, los otros quisieron también que La Perversa dijera un epitafio de amor. Para cada amante, ella encontró uno hermoso, “José, nadie cogía como tú en ayunas.” A un chino llamado Gerardo le dijo, sobándole la mano: “Cuando ame bajo un puente, con los trenes pasándome a unas pulgadas de la cabeza, y yo tiemble como un riel con la locomotora sin frenos del capitán del Malbasia, voy a pensar en ti, Gerardo, mi queridísimo fogonero.” Al negro Moisés, el limpia pisos del local, le agarró el miembro por encima de la tela del pantalón, y mirándolo a los ojos, dijo: “Tu me enseñaste el goce del dolor, y la ley de que cada vaina trae la medida de una espada: cuida tu garrancha, mandinga, y que otras locas afilen este acero que yo templé hasta donde pude.”

Fragmento sacado del libro “La Eternida Por Fin Comienza Un Lunes” de Eliseo Alberto, Arroyo Naranjo, Cuba 1951. hijo del poeta Eliseo Diego. Editorial Alfaguara 2001.

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